domingo, 24 de febrero de 2008

Las filípicas del tío Loach



Adjunto la interesantísima crítica de Jordi Costa de El País que comparto en su totalidad. Después de El viento que agita la cebada, creo que hay que tomarse unas vacaciones del Tío Loach y sus dogmáticos y maniqueos sermones.





JORDI COSTA 22/02/2008 El Pais
Ante cada nueva película de Ken Loach quizá haya que formularse una pregunta previa a toda consideración sobre sus bondades como objeto cinematográfico: ¿a quién resulta incómoda, esta vez, la filípica de quien lleva años ejerciendo de Señor Roper de la conciencia progre europea? Sin duda, una película tan pedestre, rutinaria, desganada, tosca y fea como la presente tendría su disculpa si en la lista uno pudiese añadir, sin problemas, el adjetivo de incómoda, pero cuesta detectar otra funcionalidad que la de masajear la conciencia progre de su público natural con la periódica ración de cine tan pretendidamente concienciado como escasamente desestabilizador.


Lo que no se puede reprochar ni a Ken Loach ni a su guionista Paul Laverty es su compartida rapidez de reflejos como cronistas de un presente fluido, que obliga a revisar algunos fosilizados lugares comunes del discurso de izquierdas. En esta ocasión, su mirada se detiene sobre las efímeras convenciones de las empresas de trabajo temporal, las subcontratas, los empleos basura y el reciclaje de mano de obra inmigrante en una Europa cada vez más relajada a la hora de convertir al individuo en mercancía. El problema es que tanto Loach como Laverty diluyan la verdad testimonial de su discurso en un relato dominado por lo maniqueo. También hay una contradicción en la forma: lo que podría ser un discurso abierto termina por someterse a las dogmáticas leyes de la estructura de guión, que, entre otras cosas, introducen un ortopédico clímax en clave de thriller que, por sí sólo, desautoriza toda buena intención de partida y desvela todo lo que hay de fórmula y de aplicación de plantilla en el cine de Loach.


En un mundo libre plantea, no obstante, una singular modulación en el discurso del airado director: en este caso, el dedo acusador no se dirige al sistema, sino, quizás, a algún que otro ocupante de sus muy comprometidas plateas. El working class hero cede su lugar a la antiheroína culpable: la protagonista del último largometraje de Ken Loach pasa de víctima coyuntural del sistema a explotadora ready-made, en un paisaje marcado por la progresiva atrofia de la conciencia social y por el relativismo moral del superviviente.

Es una lástima que el personaje no sea más que un instrumento al servicio del cuento moral de Tío Loach. Podría llegar el día en que el cineasta diera el siguiente paso y decidiese formular narrativamente su propia culpa: la del envasador de sermones para espectadores previamente ganados para la causa de la ideología como espectáculo o como franja de ocio. Llegaría entonces el momento de revisar su filmografía y contemplarla bajo otra luz, posiblemente más estimulante.